lunes, 6 de septiembre de 2010

Del amor al pecado

Había algo que él no sabía... pronto estaría viviendo la peor pesadilla de su vida.

Nos conocimos en un bar, al poco tiempo nos casamos y vivíamos juntos en un nido construido por los dos hacía ya un año. ¿Rápido o lento comenzó esta convivencia? sólo el tiempo se encargaría de decirlo. Yo era feliz, o al menos eso creía. Durante el noviazgo fuimos una pareja muy conversadora, quien nos veía de afuera pensaba que seríamos felices por el resto de nuestras vidas.

No tuvo que transcurrir mucho tiempo para desarmar toda esta ilusión. Sí, sólo fue una ilusión, al menos de su parte y ya viéndolo de ese modo mi gran amor no tenía cabida en un espacio que duraría poco. Así como nuestro apartamento, así fue nuestra historia, pequeña, fría y sin muchos detalles.

Su cambio comenzó a los pocos meses de casarnos. Fiesta a lo grande y compromiso ante la ley y ante Dios. Ricardo comenzó a mostrarme su faceta más oscura, mejor dicho, su verdadera faceta, pero no me había tomado la tarea y el tiempo de conocerla.

Nuestras conversas eran cada vez más cortas y distantes, él decía sentirse deprimido y mostraba un cansancio contínuo. Incluso los fines de semana mostraba aburrimiento y obstinación ante mí, ante él, ante su vida.Yo estaba de vacaciones y luchaba contra ese hastío que se lo comía por dentro, pero qué va, en mis manos parecía no estar la solución.

Me estaba volviendo la vida en cuadritos y no me estaba dando cuenta. Mis amigas y familiares preguntaban por el, por nosotros. Yo con decir "todo bien" lograba cortar el hilo de preguntas que me hacían al no vernos juntos en reuniones familiares y observar el reflejo triste y abandonado de mi mirada.

Yo soñaba con que un día se diera cuenta de su actitud amargada, de sus pocas palabras y de su escasa paciencia conmigo.

Se sumía en la televisión o en la computadora al llegar del trabajo en la noche. Yo intentaba dar muestras de afecto, de recordarle que no estaba en un apartamento de soltero, que tenía a alguien esperando por él con quien podía drenar sus problemas o compartir sus dichas.

La situación cada vez fue tornándose más pesada. Me refugié en mi madre y en mis mejores amigas. Igualmente yo no me estaba dando cuenta del punto al que habíamos llegado, pero con ellas pasaba la mayor parte del tiempo pretendiendo ocultar el lado triste de la historia.

En mi cabeza rondaban mil fantasmas, los del pasado, del presente y del futuro. Los del futuro eran los peores porque me daban malos consejos para escapar del sufrimiento, me empujaban a hacerle daño y yo, de buenos y nobles sentimientos, me negaba a escucharlos, los callaba con un "te quiero Ricardo" recibiendo un seco "igual" de su parte que en mi cerebro lo adornaba con flores y colores.

Un día decidí abrirle las puertas a esos fantasmas malos consejeros. Vivir en el noviazgo bonito del pasado y en el presente torturador no me estaba llevando a ninguna parte.

En una rutina normal fingía estar feliz y tranquila. El en su trabajo, yo en mi casa. El sin pensar en mi y yo con un único pensamiento en la cabeza: si no me quieres a mi entonces no te dejaré querer a más nadie. No me importaba sentirme egoísta, en ese momento estaba llena de mucho dolor y resentimiento.

Me puse a pensar cuál era su prioridad actualmente, alrededor de la cual giraba su vida: "el trabajo". Ya teniendo claro con lo que me iba a meter se me fue haciendo más fácil mi objetivo: frustarle su vida.

Siempre mostrándome como la esposa complaciente, dócil y tierna, lo veìa en las noches desde el cuarto leyendo algún brief de los clientes. Se quedaba hasta altas horas pensando, creando nuevas ideas para sorprender a la gente.

Esa noche la marca pepsi era la afortunada de estar en sus manos. Terminó de escribir unas ideas para un comercial que se cotizaba alto y debía presentar al dìa siguiente. Esperé a que se acostase el cúmulo de huesos y carne a mi lado en la cama, lo refiero así porque eso es lo que era, un paquete que se levantaba y se acostaba al lado de una mujer que se iba muriendo por dentro poco a poco de amor no correspondido.

Esperé a que el paquete roncara. Me levanté cuidadosamente, rogando que el piso de madera no crujiera con mis pisadas. Llegué hasta sus cosas y tomé las hojas recien escritas. Las escondí dentro de nuestro álbum de matrimonio dispuesto en la pequeña biblioteca. Sabía que ese era el último sitio en el que él buscaría, me hubiese encantado quemarlas en su cara pero arruinaría mis planes.

Desesperado a las 8 de la mañana del día siguiente, me dio unas palmadas en la espalda para despertarme. Milagro, pensé yo, sabe que hay alguien más en esta casa. Volteé y con cara de angustia me preguntó si habìa visto unas hojas que se le habían perdido. No Ricardo, no he visto nada, le respondí tranquilamente, tú te acostaste y ya estaba dormida, además ¿para qué voy a necesitar yo de tu trabajo? Desarmó la casa por completo y no le quedó otra alternativa que resignarse e irse a su oficina.

Ese día transcurrió normal. Me llamó al mediodía como de costumbre pero alargó un poco más el saludo para preguntarme por el paradero de las hojas. No sé nada, no he visto nada -le respondí-. De las hojas no quedaba evidencia, estaban incineradas y sus cenizas bailaban en las áreas verdes del edificio.

Realizada la primera acción. Fue un éxito. Su amargue esa semana se triplicó y por supuesto que yo no era su refugio para reducir su estrés y mala suerte.

A la mañana siguiente, como de costumbre, se preparó su cafe antes de marcharse. El de esa mañana no era una infusión normal, tenía un eficaz laxante. Se lo tomó gustosamente y mientras lo veía vestirse pensé: seguro fue muy poco, anda como si nada. No había terminado de meter la llave en la cerradura para irse cuando oí un grito como si lo estuvieran matando. Se retorcía del dolor recostado en la pared. Como buena esposa fui corriendo en su auxilio y lo ayudé a llegar a la cama. ¿Qué tienes? le pregunté hipócritamente. Nosè, tengo un dolor de barriga que me va a matar, me contestó e inmediatamente se fue corriendo al baño entre quejas y alaridos. Su celular había quedado en la cama y justamente llamó la persona indicada: su jefe. Él está dormido, le dije sin dar muchas explicaciones, no se despertó y hasta pensé que tenía el día libre. No me dejó terminar de hablar y me dejó con la palabra en la boca pero con una sonrisa en mi rostro.El dolor de estómago se le fue pasando pero se quedó en casa ya que repentinamente tenía que ir al baño y los cólicos lo dejaban mareado.

Su superior le exigió llegase temprano al día siguiente. Ricardo me reclamó que por qué le había dicho a su jefe que se había quedado dormido. Lo siento mi amor, pero tu jefe no me dejó explicarle que tenías fuertes dolores que no te dejaban levantarte y por eso estabas dormido. Le mentía en su cara y lo disfrutaba enormemente.

Concluída mi segunda misión, me dispuse a continuar con el acecho de mi presa. Esa tarde le comenté que debía hacer unas diligencias con mi mamá, que ya le había dado seguridad en acompañarla aunque me hubiese encantado quedarme cuidándolo.

Sabiendo que las cámaras del edificio estaban dañadas, saqué los anzuelos de mi cartera y los puse aleatoriamente por el piso debajo de su carro. El vecino se dedicaba a la pesca los fines de semana, así que ya yo sabía quién sería el culpable de semejante maldad.

No hay que decir mucho para que se imaginen la escena de la mañana siguiente. Mi esposo se levantó con ánimos de comerse el mundo, se vistió y con su "hablamos luego" abrió la puerta y se fue a trabajar. Al cabo de unos diez minutos me llamò histérico, que a qué hora llegaba Alfonso, el vecino, que le iba a partir la cara. Esperó a que llegara la grúa en su auxilio y ya su día estaba arruinado. Llegó tarde al trabajo, de nuevo con un regaño del jefe.

Día a día mis artimañas surtían efecto en su estado de ánimo y en su prosperidad laboral. Pasando de ser una persona exitosa a una que por su mediocridad perdió su trabajo, se quedaba todos los días en la casa a mi lado. Nos envolvía un silencio abrumador y una distancia exagerada.

Su depresión fue creciendo a medida que lo hacía mi placer. Ahora estaba frustrado como lo estuve yo al no sentirme amada todo ese tiempo. Cada mañana antes de irme al trabajo, le dejaba en la mesita de noche notitas de cariño junto a un bombón de chocolate: "Nada más antidepresivo que un rico chocolate. Disfrútalo, verás que poco a poco te sentirás mejor"

Justo el día de nuestro segundo aniversario de casados, me dio la sorpresa de llegar a la casa y encontrarlo totalmente rígido y frío en nuestro lecho de amor.

El veneno que él había sembrado en mí por su desamor de manera espiritual, se lo devolví yo en pequeñas dosis cada mañana antes de irme al trabajo.

Todos comentaban mi infortunio: "Pobrecita, quedó viuda tan joven. Parece mentira, la depresión consumó a nuestro exitoso Ricardo".


¿Quién lo diría?

Recorría la Avenida Bolívar a altas horas de la noche. Como siempre, mi rasgo distintivo me hacía no pasar inadvertido.
Penetré en uno de estos locales nocturnos de moda. No me hizo falta sentarme ya que parado podía otear todo aquello que me rodeaba. Bebí unos cuántos vasos de ron. Ya entonado con el alcohol en mi sangre, comencé la búsqueda de una presa fácil que cayese en mis planes.
Acostumbraba entrar en estos sitios a robar cualquier objeto de valor a menores de edad; desde pulseras hasta carteras, con tal, los muchachos ahí dentro estaban más pendiente del baile y la sonrisa de la pareja que de lo que traían puesto.
Esta vez me había excedido en tragos, tenía los sentidos relentecidos y no contaba con la agilidad que mi fechoría requería.
Con absoluta seguridad de que todo me saldría como siempre, abordé a una pareja de jóvenes que bailaban alegremente en la pista. Desconocía pues, que esta joven, era hija de un político importante y era vigilada por dos guardaespaldas, que tenían de ancho lo que yo de alto. Me cazaron al momento en que palpaba la chaqueta del joven e inmediatamente vinieron hacia mí los hombres que, quizás por mi estado etílico o quien sabe por golpe del destino, me dejaron inconciente tirado en el suelo.
Cuando apenas pude abrir los ojos, hinchados aún por el azote, con la ropa raída, mis manos y cara ensangrentadas, reparé que me encontraba en la comisaría, tras las rejas.
¡Prepárese para declarar!, increpó un policía mientras sacaba las llaves de su bolsillo.
Buscando apoyo a mi alrededor, logré levantarme danto tumbos. Tenía las piernas entumecidas ya que casi no cabían en ese sitio. El hombre abrió las rejas, me esposó y, con una nalgada me hizo avanzar hasta la oficina. No siendo suficiente con el mareo que me soflomaba, bastó un golpe en la cabeza con el marco de la puerta parar caer nuevamente noqueado en el suelo.
Era una silueta de mujer lo que detallaron mis ojos cuando desperté. Su imagen no era cualquier imagen, se trataba de la mujer más hermosa y sensual que en mi vida había visto.
Entre varios oficiales me sentaron derecho en una silla, aunque continuaba deslumbrado por el golpe y la belleza de la fémina.
¿Su nombre?- Preguntó la joven
René Largatto... eso creo - respondí con las fuerzas que me quedaban.
Permítame todos sus documentos - me dijo con cierto aire de nobleza.
Tanteé mis bolsillos sin poder quitarle la mirada de encima a la mujer de enfrente. No tenía ni papeles, ni dinero, ni nada que pudiese sacarme sano y salvo de allí.
Percibía que a la policía yo tampoco le era indiferente. Su trato me parecía más amable que lo que la ocasión ameritaba. Después de hacerme varias preguntas, pidió al compañero que tenía cerca que le trajera la silla más alta que había en el lugar.
Sentada frente a mí, con posibilidad de vernos frente a frente, exigió a los demás que nos dejaran a solas a puerta cerrada.
De un saltó llegó a mis piernas y tiernamente me susurró al oído: sólo serás libre si me juras ser prisionero de este amor...
Ya era hora de encaminar mi vida. Encontré así a la mujer de mis sueños. La besé en los labios como afirmación a su condición mientras planeábamos la manera de que ella conservara su trabajo, saliendo yo ileso de toda culpa menos la culpa más poderosa, la del amor.

lunes, 23 de agosto de 2010

El triunfo se vende en frasco chiquito
Beatriz Rodríguez

Se hacía tarde. El despertador insistía cada cinco minutos para que me levantase. Mi subconsciente lo callaba queriendo prolongar ese sueño de luchas con gigantes torpes, en las que yo, irónicamente por mis condiciones, tenía las de ganar y me consideraba triunfante.
Agazapado, apoyé mis pies en el banquito que tengo al lado de mi cama, justo del lado derecho. Avancé hacia el cuarto de baño y desdoblé la ropa que había dispuesto encima del inodoro la noche anterior cuando, de pronto, de manera impetuosa y estridente, llaman a la puerta de mi residencia.
¿Quién puede ser tan temprano?, hace ya dos semanas que suspendí el servicio del periódico. Ese joven impaciente que debe servir a los demás y era incapaz de dar tres minutos de su tiempo para yo poder bajar, preventiva y cautelosamente, de mi cama. Al llegar cada mañana a la puerta, ya el jovencito se había marchado con el periódico en mano en su bicicleta, molesto porque le retrasaba la faena. Joven comprenda, si tan sólo se pusiera en mi lugar, murmuraba para mis adentros cuando lo veía calle abajo. A fin de cuentas al largarse, ambos perdíamos, el no percibía el pago completo de sus honorarios, y yo no me enteraba del acontecer nacional.
Terminé apresuradamente de vestirme, cogí mi banquito de madera y, subiéndome en el, observé por la ventana que da hacia la calle principal, a ver quién era el inoportuno que llamaba.
Grande fue mi sorpresa al apreciar la figura del hombre que aguardaba afuera. Era mi hermano, con quién corté comunicación diez años atrás. Siendo sangre de su sangre, le avergonzaba estar cerca de mí, le daba pena ajena y le incomodaba mi presencia.
Recuerdo cuando íbamos juntos a la universidad, quedaba muy cerca de nuestra casa por lo que mi hermano agarraba su bici montañera y yo, mi bicicleta de la infancia.
Se hacía el desentendido y queriéndome mostrar su destreza física, me dejaba atrás, a sabiendas que frente a cualquier situación podría necesitar de su ayuda. Una caída, un piloto distraído, cualquier imprevisto era para mí un doble reto…”resuelve los inconvenientes de la calle con el mismo ingenio con que te destacas en el colegio, querido hermanito”, me gritaba desde más adelante.
- ¿Qué puede necesitar de mí el autosuficiente de Roberto? Me preguntaba a mí mismo.
- ¿Quién llama? Exclamé
- ¡Santos! Soy yo, Roberto. Abre la puerta.
De un salto fui hacia la puerta y con otro salto giré la manilla. Inmediatamente cayó sobre mí su cuerpo pesado y sangriento.
- ¿Qué te sucedió, Roberto? Con mucho esfuerzo, lo fui llevando a rastras hacia el sofá.
Me contó que estacionó como de costumbre frente al gimnasio donde trabaja y rodeado de un grupo de estudiantes fue sometido contra su carro.
Uno de ellos exclamó, de manera desafiante:
Te dejaremos en paz luego de que nos respondas: ¿la cuñada del hijo del hermano de tu tío es?
Al cabo de un minuto sin responder, con un golpe en seco en todo el pecho, cayó sin aire en la acera. No logró descifrar ni la respuesta del acertijo ni la razón por la que le hicieron tal pregunta…
Roberto venía en mi ayuda para encontrar la respuesta. Sabía que desde niño me había destacado por mi ingenio e inteligencia.
-Es la hermana del esposo de tu primo, Roberto.
Con una gran sonrisa en mi rostro, abrí los ojos. Ciertamente necesitaba saber cómo terminaría el sueño.
Y con ayuda de mi banquito de madera, me dirigí a la puerta y la abrí. El joven del periódico tocaba el timbre con insistencia. Pero esta vez yo me levantaba de muy buen humor, así que, por qué no, le di una buena propina.
Los secuestros con lógica están en boga. “Para salir a la calle, cultive antes su ingenio”, divulgan en primera página los periódicos locales.
Estaba feliz, pues no necesitaba tener muchos centímetros de altura para demostrarle a personas como mi hermano que mi rapidez mental era superior a la de él y me sentía orgulloso de ello. ¡Qué irónica es la vida! ¿No les parece? Y, así como lo soñé, sentí que empecé el día triunfando.
Da Vinci también es mágico
Beatriz Rodríguez
Como paseo de fin de año escolar, planeé con mi grupo de alumnos ir a visitar el Museo de los Niños, donde habían inaugurado una sede llamada “Viva Milán”. Planificamos todo, el traslado, el día y los permisos de los padres. Sería emocionante ya que, en Milán, nació el maestro Leonardo Da Vinci, a quien habíamos estudiado hace poco en clases.
Llegó el gran día, emocionados en el trayecto, comentábamos todos esos datos curiosos que tanto interés nos causaban de la vida de Da Vinci; sus geniales inventos y sus enigmáticos cuadros. Un amable guía nos recibió en la entrada del Museo, nos acompañó al área de Milán, que estaba reservada solo para nosotros. ¿Cuál fue nuestra grata sorpresa al llegar? Nos esperaba el guía Piero Da Vinci, el tataratataramil nieto de Leonardo. Al verlo, los alumnos, inquietos y emocionados, le hacían mil preguntas al mismo tiempo: ¿cómo es eso de que aún vives?, ¿cómo se llaman todos esos inventos que creó Leonardo?, ¿él tuvo hijos?
Piero buscó mi mirada y, apoyando su mano en mi hombro, me dijo sonriente: Bienvenida, les responderé una a una cada pregunta que tengan pero con calma.
Mientras los alumnos se adentraban en el sitio y veían con fascinación las réplicas de cuadros y geniales inventos del gran maestro, me senté en un banco con Piero para que me contara un poco su historia.
-Piero, sé que el nombre de Leonardo era un poco más largo. ¿Cuál era?
- Leonardo Di Ser Piero Da Vinci, me contestó. De ahí viene mi nombre.
Una alumna se acercó a mí, e interrumpiendo la conversación, me dijo ansiosa: Profe, mira allá. Y señalando un rincón oscuro con unas luces de colores que iluminaban un tumulto tapado con una tela, me pidió que fuera con ella a destapar “La máquina del tiempo”, como el cartel lo decía.
Piero observó a la niña y le afirmó: así es pequeña, se trata de una maquina súper poderosa, que realiza cosas increíbles. Solo tenemos que desear algo con muchísima fuerza y pedirlo enfrente de la máquina. Si nos lo concede pueden suceder cosas maravillosas.
Agrupados frente a la máquina los niños se ponían de acuerdo en el deseo que pediríamos. Fuimos al Museo por una razón, querer conocer más sobre la vida de Leonardo Da Vinci.
Señor Piero – preguntó un alumno. ¿Esta máquina es tan poderosa que puede traer a las personas de vuelta?
Nada más a las personas de las que se habla en este museo y sólo por un rato.
¡Listo! Exclamaron todos en coro, entonces queremos conocer en persona a…Leonardo Da Vinci. Se notaba en los alumnos el inmenso interés que sentían por verlo.
Y entre aparatosos sonidos y caras de asombro e incredulidad, esperábamos frente a la máquina a ver qué sucedía.
Todo pasó en un abrir y cerrar de ojos. Dentro de una gran nube de humo apareció entre nosotros el tan esperado señor.
Emocionados, rodeamos a Leonardo, lo tocamos y si, era de carne y hueso. Nos veía con ojos de cariño y gratitud.
A ver Leonardo. Comencé preguntando ¿En qué se parece el siglo XXI con el siglo en que tú viviste, el XV?
-Yo estoy muy orgulloso porque todos aquellos inventos que yo creé, han sido utiles para el hombre moderno. Dentro de mis mejores inventos tenemos: un barco, las alas, una grúa de poleas, un buzo, un odómetro, una maquina de movimiento, el helicóptero, 245 cañerías…
Quizás nos habíamos consumido todo el oxígeno que teníamos alrededor ya que Leonardo le pidió a su nieto Piero que por favor, abriera las ventanas. No era falta de aire, extrañaba el piar de sus grandes amigos, los pájaros.
¿Por qué te hacen falta los pájaros y no los gatos? Por ejemplo. Preguntó curiosa una niña.
Con profunda nostalgia dibujada en su rostro, nos contó que él desde siempre había querido volar como los pájaros. Dedicaba las mañanas y las tardes a observar el vuelo de cuervos, golondrinas, águilas… Y en las noches, cuando no podía verlos, los dibujaba. El dibujo siempre se me dio bien. No solo pintaba pájaros -recalcó - también dibujaba montañas, ríos, puentes y todo tipo extraño de máquinas con poleas, ruedas y alas.
Pinté los originales de todos estos cuadros que están aquí. Los míos sé que están expuestos en famosos museos del mundo. Me entristece un poco lo que ha pasado con “La Gioconda”, haberla robado en varias ocasiones…
Conversando con Leonardo nos enteramos que no solo era pintor e inventor. También hacia grabados y esculpía. Todo esto lo hacía, en ocasiones, mejor que sus grandes mentores.
Leonardo, Leonardo- pregunté antes de que se me olvidara: ¿cómo es que Piero es tu nieto?, ¿te llegaste a casar?
Por muchos años tuve un compañero, de nombre Salaino. Aunque el también, como mucha gente, me consideraba un loco. Traté de transmitirle mis conocimientos, mi ingenio y mi curiosidad, pero terminó siendo un ladrón.
No me casé, sin embargo tuve un hijo al que no conocí, de ahí viene Piero.
Por arte de magia, el cuerpo de Leonardo fue desvaneciéndose hasta convertirse en humo. Debajo de esa gran nube espesa y blanquecina, salió volando un papel que decía: “queridos niños, no me dio tiempo de revelarles mi gran secreto. “La Gioconda” o “Mona lisa” no es una mujer, investiguen más. Soy yo”